lunes, 2 de abril de 2012

Poesía I

Por Elisa Ofelia Pérez

Noche.
Sólo lamentos y quejidos.
Mi respiración entrecortada
Tiene hipo de miedo.
Buceo
En la oscuridad de mi alma
Buscando una rendija
Para asirme.
Vacío  / precipicio / caída
Transpiración profusa
Pesadillas que persiguen.
Descalza, sólo percibo un resplandor
Una escalera que desciende
Una negrura que devora.
Sola
Con los miedos y el silencio
Entre los muros tan altos,
Mohosos, negros, ásperos,
Huyendo de todos y de todo
De mí misma
Hacia el vacío de luz blanca.

Hermanos de sangre

Por Fabián Montagna


Un 4 de abril de 1962, allá en Doctor Gabriel Márquez, nacieron los gemelos Gustavo y Guillermo. Eran prácticamente idénticos. Si hasta Beatriz, su mamá, los confundía, de no ser por ese lunar que tenía Guillermo, que servía para distinguirlos cuando los bañaba, ya que quedaba oculto bajo la ropa. De su similitud se aprovecharon en la escuela, cuando eran chicos, y con las mujeres, cuando crecieron.
Guillermo era un excelente jugador de fútbol y ya a los 15 años había debutado en la primera de Argentino de Márquez. Gracias a él ganaron varias ligas locales. Su meta era jugar en algún club de Buenos Aires y por qué no en la Selección. Gustavo, en cambio, era pésimo futbolista, y se había dedicado a estudiar. Era él quien más de una vez salvó a su hermano en la escuela, cuando debían dar una lección o rendir algún examen. Se destacaba en matemáticas, pero lo suyo era la literatura. Ávido lector de las tragedias griegas, su sueño era estudiar y recibirse de profesor de lengua.
En mayo del 81 los sortearon para el servicio militar, 856 y 725 fueron los números que sacaron. No les quedaba otra, debían cumplir con el deber cívico. Averiguaron que la ley estipulaba que uno de los dos, por sorteo o por propio acuerdo, se podía salvar. Como lo habían hecho tantas otras veces, cuando uno debía poner la cara por los dos, jugaron su destino a piedra, papel o tijera. Guillermo fue el que perdió. Ninguno se amargó con lo que el azar había determinado y, como otras tantas veces, lo aceptaron.
A Guillermo lo incorporaron los primeros días de enero del 82, no muy lejos de Márquez, en Junín. Estuvo un mes sin volver, el tiempo que duró la instrucción. Finalmente, un viernes de mediados de febrero, apareció por el barrio. Le dieron licencia por una semana y le prometieron que lo dejarían salir los fines de semana para que pudiera jugar al fútbol.
Cuando llegó a Márquez, Gustavo se había cortado el pelo como un colimba. Volvían a ser idénticos.
A principios de marzo, al comenzar la liga, los benévolos militares que lo tenían a su servicio, y tal como le habían prometido, lo dejaron ir a jugar para Argentino. Con su aporte el equipo empezó a ganar y a ser serio candidato a repetir el campeonato logrado el año anterior.
         Cuando el 2 de abril comenzó la guerra con Inglaterra por las islas Malvinas, Guillermo era el mejor jugador del campeonato y ya se hablaba del interés de Boca por contratarlo.
         Gustavo, en tanto, estaba cada vez mejor en los estudios, y su futuro como profesor estaba asegurado. Preparaba alumnos en su casa y así siempre tenía un manguito para darse algunos gustos.
         Para fines de abril, un viernes que Guillermo salía de franco, le dieron la noticia: el lunes bien temprano tenía que viajar a Malvinas. Fue como un mazazo. En el viaje a Márquez no pudo pensar en otra cosa, cómo se lo diría a su familia, cómo reaccionarían con la noticia.
         Al llegar no le dijo nada a nadie. Después del partido contra Gimnasia, donde metió dos goles y fue la figura de la cancha, dirigentes de Boca, que lo fueron a ver, hablaron con él y quedaron en volver el fin de semana siguiente para comenzar a cerrar el trato.
         Le comentó a Gustavo lo que ocurría. Los dos sabían que era su gran oportunidad. Gustavo, entonces, le ofreció ser él quien fuera a Malvinas. Guillermo le dijo que estaba loco, que de ninguna manera podía aceptar.
         Gustavo le recordó que era su gran oportunidad, que no se preocupara, que él iría a Malvinas, mataría a algunos ingleses y volvería victorioso.
         Cuando les contaron a sus padres lo que pensaban hacer, se opusieron rotundamente:
-Ustedes están locos.
Gustavo minimizó el asunto:
- Voy por unos días a cagarme de frío y de risa a Malvinas y vuelvo como un héroe.
- Yo voy a volver como un héroe -replicó Guillermo-, no te olvides que para los milicos el que va a estar en Malvinas soy yo…
- Vos rompéla acá que cuando juegues en Europa tenés que llevarme a Grecia, me encantaría conocerla.
- Trato hecho.
El lunes, bien temprano, Gustavo salía de su casa vestido de colimba, rumbo a Junín. Nadie notaría la diferencia.
          El domingo, dirigentes de Boca fueron a la cancha a ver a Guillermo. Nadie, salvo su familia, sabía de su convocatoria para ir a Malvinas.
          Esa tarde hizo tres goles y le dio la victoria a su equipo. Los dirigentes quedaron maravillados y decidieron contratarlo.
         Lo primero que hizo Guillermo, al enterarse de la noticia, fue escribirle a Gustavo contándole lo sucedido y agregaba que no veía la hora de que terminara toda aquella locura de la guerra, para darle un abrazo y agradecerle lo que había hecho por él.
         Gustavo recibió la carta una semana después. Cuando pudo leerla estaba en una trinchera, tapado de barro y agua, muerto de frío y de hambre. Se puso contento por su hermano y agradeció que todo hubiera salido bien. Pensó en contestarle, pero no tenía papel.
         El domingo 2 de mayo, Guillermo debutó en la primera de Boca. Su actuación fue soberbia.
         Ese mismo día, vaya a saber cómo, llegó a las islas la noticia de la victoria de Boca y de la gran actuación del debutante.
         Ningún oficial o suboficial se interesó por aquel muchacho que jugaba en la primera de Boca. Tenían otros problemas mucho más importantes que resolver. Los ingleses eran mucho mejores de lo que les habían hecho creer. Tenían mejores armas, mejor vestimenta, más comida y en cantidad de efectivos los superaban ampliamente.
Gustavo, al saber la noticia, quiso contarles a todos lo orgulloso que estaba de su hermano, pero se contuvo.
Mientras tanto, Guillermo salía en diarios y programas deportivos. Era la nueva sensación del fútbol argentino.
         En las siguientes tres fechas volvió a ser figura y ya se hablaba de su futuro europeo.
         Gustavo, en tanto, sufría cada vez más el hambre, el frío y la incomprensión de sus superiores. Lo único que lo alentaba a seguir aguantando era saber lo bien que le estaba yendo a su hermano.
El viernes 28 de mayo, en un entrenamiento previo al superclásico, Guillermo sintió un pinchazo en el pecho. Luego del susto inicial, el dolor fue cesando y pudo terminar de entrenar sin problemas.
A miles de kilómetros de allí, en Malvinas, en ese mismo momento, Gustavo también sintió un gran dolor en el pecho. Era producto del tiro de un fusil enemigo, que lo hizo caer a varios metros de donde estaba parado, boca arriba. Cuando miró al cielo estaba gris, cubierto de nubes. De lo primero que se acordó fue de sus padres y de su hermano. Instantes después moría con una sonrisa en los labios.
         El domingo, después del partido, que Boca le ganó a River, con otra notable actuación suya, Guillermo y su familia recibieron la noticia: había muerto como un héroe, defendiendo a sus compañeros y a su nación.
Guillermo, rodeado de los suyos, no pudo contener las lágrimas. En ese mismo momento tomó una decisión: no volvería a jugar al fútbol. Fue imposible convencerlo que reviera su decisión.
         Una semana después las pertenencias de Gustavo le fueron entregadas a su familia: una gorra verde militar, una camiseta de Argentino de Márquez y una foto, sacada de algún diario que llegó a las islas, de su hermano con la camiseta de Boca gritando un gol.
         El 12 de agosto de 1982, Guillermo no aguantó tanto sufrimiento y se pegó un tiro.
         Al fin volvían a estar juntos.