martes, 3 de enero de 2012

Todo revuelto

Por Marcelo Pradells


¿Qué fue lo que hizo que anoche me quedara durmiendo cerca del mar? ¿Si había pescado y tenía bastante como para volver? Quizá fue ese atardecer, ese sol que me dejó quieto, hasta que el último rayo dejó el cielo, lo cierto fue que ya no tuve tiempo, o no quise volver, entonces me acomodé en un árbol y cerré los ojos. Estaba bajando el sol y yo de pie, solo, cuando el mar empezó a retroceder y con él la tierra y todo lo que ella tiene, los árboles, los frutos, los nidos, todo hacia atrás, los pájaros, mis hijos, mis padres y toda mi gente, todo revuelto, hacia atrás, todos gritando y yo sin poder correr, ni gritar, ni ayudar. Me desperté sobresaltado, era de noche, la luna estaba alta, iluminaba el mar, sólo se escuchaba el rumor de las olas y el retumbar de mi pecho, agitado, cuando de pronto las vi, eran tres enormes figuras, recortadas por la luna, que al principio creí pájaros, con enormes alas, cerca de la costa, silenciosos, pero nada se escuchaba, no, no eran pájaros, eran tres grandes canoas, lentamente avanzando por la bahía. De un salto pisé la arena, luego con otro el agua y vi gente salir de ellas, con fuego en las manos y reflejos de luna en las cabezas, dirigiéndose a la playa, donde yo estaba, ya con miedo en los pies y astillas en la garganta, que no atiné a nada, no, a nada y cuando giré, sentí el golpe en la cara y todo fue silencio, oscuridad derramada. Estaba subiendo el sol y yo arrodillado, con las manos atadas, cuando escuché los gritos, de mis padres, de mis hijos y de toda mi gente, todos corriendo hacia atrás y los ruidos que lastiman los oídos, el olor a sangre y el fuego quemándolo todo, los árboles y sus nidos, los frutos y los pájaros y todas las cosas de la tierra, todos gritando y yo quieto, con las manos atadas y una espada en mi cabeza, sin poder correr, ni gritar, ni ayudar. Cuando vi los ojos rubios de la ambición, los gritos, las risas y el idioma extraño, vi también, allá, detrás del último invasor, la figura pequeña, de largos cabellos y piel de arena, mojada por ojos oscuros, buscando su madre... era ella, mi hija que estaba ahí, mirándolo todo, lejos pero peligrosamente cerca, tan irreal fue su aparición que intenté alejarla cerrando los ojos, intentando una seña, o un pensamiento, un afecto repentino como el del Padre sol todas las mañanas, algo para avisarle, que corra, que no mire más, que huya donde la madre le había mostrado alguna vez la cascada. Me miró, creo, y grité, tan fuerte como pude, nombré la gruta, el sendero de la selva y todos los nombres conocidos, de mis padres, de mis hijos, de las altas palmeras y los cálidos nidos de la cigua, de la luna acariciando el sueño, de todo lo enseñado, de todo lo aprendido. Todo fue en rápido vuelo, en un breve aleteo de sangre y fuego, donde se esfumó, perdido en la última espuma virgen, de la última ola, el último día.

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